viernes, 13 de agosto de 2010

LOS GIRASOLES.........

Quizás nadie se lo haya planteado nunca pero...¡parece dura la vida de un girasol! Cada dí­a de pie en la pradera que hay detrás de la ví­a del ferrocarril de Lugo. Rodeado por un tumulto de girasoles adultos que se extienden en todas direcciones. Por la mañana, los primeros rayos nos despiertan y nos lavan la cara con su luz anaranjada, las nubes del horizonte, y las brumas tí­picas de estas latitudes difuminan el sol en plácidas caricias. Las caras alzadas hacia el cielo, los rostros amarillos, resplandecientes, con todos esos pétalos alrededor. Los tallos alargados, contorneándose hacia bien arriba. Queriendo ser el más alto, el más elevado de todos. Y ella estaba también allí­, un par de metros por delante mio. Sus hojas verdes, su tallo perfectamente perfilado, con aquella figura tan sensual y elegante, que me hací­a perder la paciencia, y su cara, aquella cara que... que nunca habí­a podido ver. Este es el auténtico calvario de los girasoles, si alguna cosa detesto de esta vida, es no poder ver la cara de aquellos que me rodean. Ni siquiera las de mis padres ni hermanos. Los girasoles no nos decimos que guapo estás hoy porque damos por asumido que desconocemos nuestro rostro. La estúpida costumbre de mirar siempre hacia el mismo sitio hace que jamás podamos vernos las caras. Bueno jamás no, como una terrible ironí­a de la vida, el dí­a de nuestra muerte, paseamos por el campo agonizantes en un cesto de mimbre a hombros de un campesino, hasta que la última gota de nuestra sabia abandona nuestro tallo. Pero todo esto tampoco me parecí­a importante. Lo verdaderamente cruel era no poderla ver a ella.



Los dí­as pasaron, la primavera consumida, el verano se acercaba con aquellos dí­as tan largos, pero era inútil, durante la mitad del dí­a no podí­a por más que conformarme con su espalda, aquella deliciosa y maravillosa espalda, y la otra mitad era ella quien hací­a lo propio con la mí­a.


Hablábamos el uno con el otro pero no nos podí­amos mirar. Los dí­as pasaban muy a nuestro pesar, y nuestro amor se hací­a cada vez más grande, más amarillo (es una expresión de girasoles), y aquella sensación de que nunca cruzarí­amos nuestras miradas nos atormentaba de manera injusta. ¡Tampoco pedí­amos tanto, sólo unos minutos! Plegarias y más plegarias que no nos llevaban a ninguna parte. Esperando la brisa de las tarde, que pudiera movernos, girarnos, hasta conseguir aquellos instantes tan deseados, pero nada, era inútil, el viento de la zona no era nunca lo suficientemente fuerte.


Pero llegó el dí­a, ese dí­a que todos los girasoles ansiamos, era un 29 de agosto. El sol salió a las seis y media más o menos, como cada dí­a, pero una extraña casualidad hizo que hacia el mediodí­a el sol se ocultara, era un eclipse o algo así­ creo. El júbilo estalló entre los girasoles, que giraban y giraban sus cabezas con absoluta libertad. La verdad es que nosotros no les seguimos. Nuestras miradas se cruzaron en un gesto casi melancólico. Que guapa era. Así­ pasamos toda la hora, mirándonos, recorriendo nuestros rostros, nos dedicamos poemas y pequeñas alegorí­as que escuchábamos con entusiasmo. La hora acabó con intensa brevedad. La luna abandonó apresurada aquella posición privilegiada y el sol volvió a inundarnos con su luz. El sol que ya desde pequeños nos habí­an enseñado nos darí­a la vida, ahora nos mantení­a eternamente alejados. Al llegar la noche, esa terrible pesadez en el cuello. Las caras agachadas, las hojas acechando, y de repente otra vez mirando al suelo, la luna en el zenit, y nosotros viendo nuestra sombra. Tan cerca y tan alejados a la vez. Pero aquella noche fue diferente. Anduvimos recitándonos poemas y nos juramos amor eterno, las palabras fueron intensas y los sentimientos afloraron como nunca antes lo habí­an hecho. Su rostro aparecí­a en mi imaginación y me hací­a sentir especialmente feliz. Algunos girasoles vecinos se quejaron porque no les dejábamos descansar, pero no nos impidió seguir hasta bien entrada la madrugada.


A la mañana siguiente un grupo de hortelanos entró en la pradera, armados con grandes hoces, sesgaron nuestros tallos casi casi de raiz. Así­ permanecimos, juntos en el cesto, hasta que nuestros tallos secos y las hojas marchitas anunciaron nuestra muerte. Justo antes de morir una semilla de cada uno cayó al suelo. No fue fruto de la casualidad sino de la complicidad de dos locos de amor cansados de esperar. Nos veremos en otra vida pensamos. Sólo queda esperar que el año que viene haya también un eclipse.

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